1 jun 2011

El Niño Game Boy

   Hace ya tiempo, cuando era solo un chaval, recuerdo haber conocido a un chico bastante peculiar que vivía en el mismo edificio que yo. Ahora voy a narrar unos curiosos sucesos que se originaron durante su estancia allí.
   El día en que su familia y él se mudaron al piso de arriba me lo encontré rodeado de cajas en el rellano, con una consola portátil en la mano y aporreando con rabia los botones. De repente, soltó un grito y alzó los brazos victorioso.
   —¡Sí! ¡Lo conseguí! ¡Yujuuuuu!—dijo mientras corría dando vueltas en círculo.
   Estaba tan eufórico y concentrado en su hazaña que no me vio y se chocó conmigo, y nos caímos los dos al suelo, con tan mala suerte que su consola se dio un golpe y se rompió en pedazos.
   Cuando contempló con mirada atónita los restos de su adorada fuente de diversión destrozada, se hizo un incómodo y absoluto silencio. De rodillas, con los ojos desorbitados, se acercó a ella y comenzó a mover los trozos de plástico coloreado entre sus manos.
   Levantó la vista y me miró con el más profundo desprecio. Se puso en pie a duras penas y, sin mediar palabra, se abalanzó sobre mí como un perro rabioso, echando espumarajos blancos por la boca. Me agarró de la camisa y me sacudió con tal violencia que estuvo cerca de arrojarme escaleras abajo.
   Entonces, aparecieron sus padres y me lo quitaron de encima como pudieron, metiéndolo en su casa a la fuerza. Con circunspección, recogieron la consola rota y me dijeron:
   —Le encantaba su Game Boy; se pasaba el día entero jugando a pokémon. ¿Qué hará ahora sin ella?
   La puerta se cerró tras ellos, ahogando sus últimas palabras. En aquel momento, yo no sabía lo que acababa de hacer.

   Al día siguiente, para ir al colegio, me crucé en la calle con el chico de la consola. Ya parecía haberse calmado, así que le saludé.
   —¡Hola!
   Silencio.
   —Oye, siento lo de tu game Boy.
   Más silencio.
   No parecía tener intención de abrir la boca en el camino a clase, así que desistí en mi empeño por hacerle hablar.
   Mientras caminábamos, me llamó la atención su ridícula forma de andar. Avanzaba siempre en línea recta, nunca en diagonal. Supuse que sería una manía suya y no le di más importancia.
   Lo peor llegó cuando, en clase de matemáticas, comenzó a murmurar cosas extrañas. La profesora le llamó la atención y, entonces, el niño se levantó, sacó una pokéball de juguete de su bolsillo y se la tiró a la cabeza a la profesora.
   Cuando todos estaban ocupados atendiendo a la maestra, que se había desmayado debido al golpe, el chico se fue de clase y decidí seguirlo.
   Durante más de una hora fue de clase en clase, subido en su bici, y cuando irrumpía en una empezaba a correr entre las mesas y a subirse en ellas, causando el caos entre alumnos y profesores. No paraba de gritar nombres de pokémon y lanzar una cantidad inagotable de pokéballs de juguete a la cabeza de cualquier incauto. No contento con eso inundó también los baños, activó la alarma de incendios, tiró por la ventana todo lo que pudo...
   Tras esa catástrofe fue expulsado del colegio y tuvo que volver a mudarse. Como su familia y él acababan de llegar, ni siquiera les supuso un problema el irse de nuevo.
   La última vez que lo vi iba en el asiento de su coche con el cinturón de seguridad y una camisa de fuerza. No sé qué fue de él; supongo que le comprarían otra Game Boy.

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