Tenga usted en cuenta que, muy a mi pesar, me veo en la obligación de escribir cierta relación de acontecimientos desgraciadamente acaecidos sobre mi persona.
Hace poco más de tres años, un día como otro cualquiera, salí de mi apartamento con toda la buena intención de un afable joven cosmopolita cuando, sin mediar palabra, un extraño hombre enmascarado surgió de entre las sombras del rellano golpeándome fuertemente con un extintor rojo como la sangre. Como es de suponer, perdí inmediatamente el conocimiento desplomándome sobre el pegajoso y mugriento suelo de mi edificio.
Desperté bruscamente pasadas unas horas, encontrándome con un desagradable y piojoso hombre de mirada sucia y varios dientes de menos que me observaba fijamente. El pánico me paralizó, pero cuando recuperé del todo mis aturdidos sentidos descubrí que no había tal persona, sino un espantoso animal disecado al que yo había confundido.
Una vez pasado este desconcierto inicial, inspeccioné atentamente el lugar en el cual me hallaba. A pesar de la penumbra, logré distinguir numerosas cabezas de animales disecados repartidas por todas las paredes. Hasta aquí yo había mantenido la compostura; después de todo, eran meros trofeos de caza. Mas, ¡cuán grande fue mi sorpresa al toparme con que una de las paredes repleta de bustos humanos! En ese momento, sabiendo que yo sería el siguiente en formar parte de la colección, me puse en pie y comencé a correr agitando los brazos con locura, con tan mala suerte de tropezar y romper al caer una de las débiles paredes de madera de la cabaña.
No acabó ahí mi sufrimiento, no. Nada más lejos, ya que al salir de aquella choza volé cuarenta metros para acabar zambulléndome en el mar. Empapado, regresé a la orilla y miré hacia arriba con cara de pocos amigos, como si así pudiera ofender al acantilado. Y, de nuevo, quién sabe cómo, gracias a mi mala fortuna, volví a sentir un mazazo en el cráneo y caí desmayado otra vez.
La que espero sea la última vez que tenga que despertar así en mi vida, abrí los ojos atado de pies y manos a un tronco, colocado casualmente sobre unos palos y algo de paja seca. A mi alrededor, unos curiosos nativos (de dónde, es algo que no sé) me miraban con odio y furia, como si fuera el autor de un horrible delito. Con sonrisa demoníaca, uno de ellos cogió un mechero (circunstancia un tanto extraña, dada la aparente situación) y prendió fuego debajo de mí.
Pero esos aborígenes cometieron el error de sujetarme con un nudo de críos, así que me liberé de mis ataduras y emprendí una nueva huida desesperada.
Ahora, disfrutando de un agradable clima en una isla perdida en algún lugar del Pacífico, escapo alguna vez que otra mientras trato de construir una balsa como vi en una fantástica película, sin resultado alguno.
Este escrito, como habrá podido deducir el lector, tiene como finalidad mi rescate; a cargo de mi salvador dejo los medios, mi localización y lidiar con los simpáticos isleños que conviven conmigo tan "amablemente". Lo que me pregunto es cómo demonios habré acabado así, y quién me trajo a esta maldita isla. Y, aún peor, no quiero ni imaginar qué dirá mi jefe cuando me vuelva a ver aparecer por la oficina.
Qué incierto futuro...
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